Esta cánción te acompañara en este paseo de nuevas sensaciones.
Un atardecer perfecto, ni una nube que rompiese aquel degradado maravilloso de amarillos y naranjas, que chocaban con aquel mar verde, que oscuro en la intersección con el sol, se aclaraba ante mis pies.
La invitación de aquel hombre había sido algo tan generoso, que incluso me incomodaba el no podérselo devolver, que le daría a cambio yo? Un hombre de ciudad, ignorante de la vida sometido a cotidianos y ajeno a más realidades, que las que mi monótona vida podía proporcionarme. Iba a intentarlo, seguramente de alguna forma material, trataría de paliar las necesidades de vulgar.
La hora de cenar se acerca, como si de un brujo se tratase, llena que llena aquella olla de elementos de huerta, y su olor mejora como si una poción mágica estuviéramos hablando. Durante la cena comienzo a preguntar sobre la familia, y evadiéndome, me mal contesta, hasta que al final, yo creo, que deseoso de hacerlo, me cuenta una historia que jamás olvidare.
...Corría el año 1970, yo tenia 12 años, soy hijo de unos industriales del textil muy importantes en la época, mi madre organizaba las mejores fiestas de la ciudad, toda la clase pudiente asistía con sus mejores galas, algunos haciendo ostento de lo que ya no tenían, madres e hijas desfilaban con sus mejores trajes, como si de una exhibición canina se tratase, ya que las mas viejas, agrupadas y chismosas, comentan con todo detalle, siendo maliciosas cuando la envidia se dejaba ver.
Entre tanta flor engalanada destacaba una, el único objetivo de mis miradas, la bella hija de nuestra cocinera, la querida señora Leonor. Tenia la misma edad que yo, era premiada por madre, con asistir a las fiestas, cuando sus servicios eran atentos.
Adriana era morena, sus ojos verdes, como la oliva del mejor aceite, su tez blanca, y sus labios gruesos y rosados. Era espigada y mas alta que yo, creo que eso la hacia mas inalcanzable. Arisca conmigo, ya que pensaba que yo era un niño malcriado, que hiciese lo que hiciese, siempre tendría las recompensas y premios que incluso ni buscaba, no era envidia, si no la rabia que me tenia, ya que ella después de estudiar como yo, tenia que ayudar a su madre en las labores de cocina, y por mucho esfuerzo que hiciese, casi nunca recibía premio.
En una de las fiestas madre le regalo unos zapatos de tacón y un vestido cortó, estaba muy linda, pero la falta de costumbre la hicieron tropezar delante mío, con tan mala suerte que se torció un tobillo. Mi madre y la señora Leonor andaban muy atareadas, así que depositaron en mis manos un ungüento para la inflamación y unas vendas para inmovilizar, ella se resistió en un primer momento, pero la imposibilidad de curarse sola, le hizo desistir.
Comencé untando mi mano de aquella densa pomada, y como si su pierna fuera cristal fino comencé a deslizarla suavemente, el alivio que hubo de sentir, me lo recompenso su boca, en forma de sonrisa, no se si termine el tubo, pero no podíamos parar aquella sensación, que como nunca antes nos había unido, después sujetando con una mano su pequeño talón, con la otra líe la venda a su pie, como si fuese una criada de la edad media, atando el corpiño de su reina, con la mayor suavidad posible.
Era tal la gratitud, que sus suaves labios se posaron durante unos eternos y mágicos segundos sobre mi frente, siendo este el beso que al fin nos uniría.
A la semana siguiente, sin poder disfrutar de mi gran amor, mis padres me mandaron a un colegio interno, alegando que no eran buenos tiempos para un niño en una ciudad.
Pasaron cuatro años de largo internamiento, cuando hecho todo un hombre volví a mi hogar, allí me esperaba mi padre enfermo que rápidamente me dio las directrices de cómo seguir con la empresa familiar. A los tres meses mi padre murió victima de un cáncer y me dejo a mí el titulo de cabeza de familia. En el entierro de padre, madre hizo una recepción a la que asistió mucha gente, entre ellos Leonor, que ya se había desvinculado de la familia, pero que enormemente había sentido la falta de mi padre, al que quería mucho. Tras conversar con ella, no pude más que preguntarle por Adriana, me dijo que esta estudiaba, ya que quería ser profesora, y me dio su dirección.
Tras tres semanas de miedos, conseguí el valor para ir a ver a aquel gran amor de niñez, que varias veces al día, durante los últimos años, había paseado por mi cabeza...
En estas Vulgar se queda durmiendo en su silla, dejándome en ascuas de cómo seguiría aquella bonita historia. No quise interrumpir su sueño, plagado de bellos recuerdos y me acosté esperando soñar con un amor así en el que yo fuera el protagonista.